La luz no cambiaba, había una nube perpetua sobre el pueblo que siempre quiso ser ciudad.
Empecé a ver a mis vecinos chuparse, encogerse, el cuero se les puso cuarteado, perdieron los dientes, les cambió el tono al hablar. Cada palabra era amargura y desgano, decepción, ganas de morirse.
Yo no sé si exageré pero me encerré en el trabajo: la vida era mi casa, mi carro, mi oficina, el encierro. No sé qué pasó con mi hija ese tiempo. No sé si la vi crecer, estaba con ella pero no la veía. Hablábamos pero no sé de qué. La enseñé a tirarse al piso, a esconderse en el carro, a no abrir la puerta, a nunca decir cuando estaba sola. Yo estaba en el proceso de conservarme cuerda, funcional, de sobrevivir. En eso mi padre empezó a morirse. A caerse. Así empieza a morirse la gente: pierde la verticalidad, es como si la tierra les reclamara el cuerpo. Y de ahí fue el hospital, el trabajo, el carro, la casa, el encierro, hasta que todo se acabó. Yo no sé cómo lo hice, no lo entiendo todavía. Pero a pasitos empecé a agarrar camino.