¿Cuánta cocaína pasará por este aeropuerto? me pregunto en la cafetería donde no se puede fumar y los muffins son solamente de chocolate. Estoy en una mesa para antisociales; minúscula, con una silla solitaria, en una esquina desde la cual se domina el resto de las mesas. Leo, o finjo leer al tiempo que observo a mis vecinos instantáneos comer huevos divorciados y tortillas de maíz. A mi lado un hombre come inclinado sobre su plato con los codos puestos en la mesa, la espalda extendida en un gesto canino. Lo veo y pienso en el pastor alemán que murió por culpa de una perra, comiendo abrazado de su plato de croquetas. Lo extraño.
Llevo cuatro Lucky Strikes de emergencia en el bolso que me prestó la Ash (a pesar de que no fumo). No sé estar sola en edificios, aeropuertos o aviones. Nunca sé que hacer con las manos, o con los pies, no sé donde detenerme y qué decir si alguien me pregunta algo, no me gusta hacer plática ni sonreírle a la gente. En general, lo que hago es llevar un libro y clausurar al resto del mundo o anular el sonido de los zapatos sobre los pisos pulidos, brillantes, generalmente grises, con música. También me gusta ser la última en abordar el avión, detesto hacer la fila, chocar con la gente que pelea con el maletero. Prefiero quedarme sentada, como si no esperara, o ir al baño, peinarme, revisar que los dientes no tengan algo pegado, hasta salir y ver que la fila desapareció, que todos se han sentado, que la lucha con el maletero cesó y es posible prepararme para el vuelo.
Despegar siempre es emocionante, me gusta ver las cosas de la tierra haciéndose chiquitas: la miseria y el desmadre de Tijuana contra el sprawl ordenado y simétrico de San Diego. Me coloco en el asiento, el cinturón de seguridad, la bolsa debajo de la silla de enfrente, apago el ipod para que no me regañe la azafata y espero sentada en el centro de una hilera de tres. Odio quedar atrapada entre dos desconocidos, sin poder poner los codos en el descanzabrazos. No sé por qué no se me ocurrió decirle a la que me documentó que me pusiera en ventana o pasillo en lugar de ponerme en medio de estos dos. A mi derecha un señor que de seguro va a visitar a su familia, a mi izquierda un muchachito que parece nervioso, lleva pins en los pantalones y el pelito un poco largo, es moreno y muy flaco, quién sabe a qué va. Volamos, nos ha tocado un piloto temerario al que le gustan las montañas rusas. Me encierro entre libro y música, leo un relato que habla de alguien que va a Gómez Palacio, en algún momento aparece una de esas funcionarias culturales rancheras solitarias que lloran y le cuentan su vida al que sea. Me río y me olvido de que no puedo moverme.
Las azafatas pasean el carrito de alimentos que en otro tiempo llevaba platitos de juguete con comida caliente y ahora sólo tres botellas de plástico: pepsi, 7up y agua. En mi hilera sólo el señor de la derecha acepta el ofrecimiento, pide algo transparente que no logro identificar, no pongo atención hasta que la bebida pasa sobre el muchacho de la izquierda y sobre mí, el avión se mueve un poco y la azafata le tira algunas gotas al muchacho en el pantalón, no se disculpa ni le da una servilleta. Él se sacude la humedad, pero es en vano. El avión empieza a bajar después de una hora de vuelo, me extraña, en mi boleto no decía que había escalas. El de mi izquierda se pone un poco nervioso, parece que no le gusta volar, dudo en preguntárselo, finalmente pienso: a mí qué me importa. El avión se inclina de nariz. Volteo hacia el de la izquierda y le pregunto si sabe donde nos dentendrémos. Hermosischo, me responde con un cantado argentino indiscutible.
Hago memoria, recuerdo que voy a un festival de música y que de mi aeropuerto sale un dúo argentino-tijuanense que va al mismo festival que yo. Me sorprende la coincidencia ¿Cuántos Argentinos habrá en Tijuana? ¿Quinientos? ¿Seiscientos?
Tardo unos segundos en preguntar si él es la mitad del dúo, pero al fin antes de aterrizar le digo.
--Tú estás en Faca?
Su respuesta confundida lo confirma, le digo que vamos al mismo festival, que el organizador me había dicho que saldríamos en el mismo vuelo, me dice su nombre y me da la mano, me pregunta a qué voy si soy periodista o qué (como usted se puede imaginar no me veo muy rockstar que digamos). Siempre es difícil responder. Qué puedo decir? Voy cargada de tubos dentro de los cuales van enrolladas fotografias para una exhibición, llevo un CD que usaré para presentar un visual de La Línea, y ya, conoceré a mi más antiguo amigo imaginario: Toño Rotuno, director de la revista Taladro y organizador del festival de música.
Mi vecino de asiento me confiesa que tiene miedo de volar. Yo evito contar historias de terror, aunque tengo varias. La plática se convierte en un cuerpo que toma distintas formas, el vuelo pasa rápido. Me cuenta la historia de su banda: ella en Tijuana, él en Bariloche, se hacen amigos imaginarios, hablan por chat y se escriben, ella le manda clips de su voz, él hace música y le añade la voz, después de cinco años ella monta un show, empieza a tener tocadas sin él físicamente, sólo su música y una foto. Faca empieza a tener exito, tanto que son firmados por una casa disquera. Él continúa con su trabajo de diseñador gráfico en un diario, su vida es normal, entre el lago y la nieve de Bariloche, contando las horas muertas de la navidad y el año nuevo, que son los días en que hay que esperar las noticias que no llegan. Facundo (así se llama el de la izquierda) no se cree nada hasta que le llega una cajita felíz con flyers y cositas de su amiga imaginaria, al poco tiempo descubre un email con un boleto de avión para lo que será el primer vuelo de su vida y la presentación de su disco en el DF.
Estoy sorprendida, debe ser muy extraño pasar del plano imaginario al real (o hiperreal, como usted quiera nombrar a ambos), más cuando se trata de trabajo. Le pregunto si hace mucho que está en México, me responde que sí: un mes y medio (sonrío, un mes y medio no es nada, en ningún lado, ni siquiera en el espacio imaginario). Hablamos hasta que se nos acaba el aire y tocamos tierra en Monterrey. Hay un momento en que quiero citar a Fight Club y decirle: you are by far the most interesting single serving friend I ever had. A pesar de que estamos en un vuelo con sodas tamaño family size.
Nos recibe la frescura del aeropuerto de Monterrey, me dedico a enviar mensajes de texto mientras camino sin ver al frente, como hormiga dentro de la fila. Toco la pared-ventana, está ardiendo, me preparo para el calor del falso y relativo norte. Me despido de mi single serving friend en la banda de las maletas. Encuentro camino al baño a la imaginaria amiga imaginaria: Valeria, aka Faca, una rubia sonriente, atenta y estresada. La última despedida ocurre en una banca, yo sentada frente a la maleta enviando mensajes de texto o hablando por teléfono, ellos en un carro de ventanas oscuras. Sólo puedo ver el movimiento de sus manos diciéndome adios.
Jenny, que se encuentra en Monterrey ofrece su carro rentado para ir por mí,
Nunca antes estuve en Monterrey, Gaby va dándome el tour rápidamente, veo el cerro de la silla y por primera vez se me antoja escalar o hacer hiking. Pienso que si esas montañas rodearan Tijuana ya habría llegado algún grupo de paracaidistas a tomar posesión y declararlas rincón libre de la patria, así como Uno declaró mi recamara, antes de que los dos empezáramos a hablar en plural. Muero de hambre, me dan a escoger entre Quecas de la doña o empanadas argentinas. Gana la segunda opción, es un restaurante fresa lleno de posers y de letreritos que dicen reservado, llevo todo el día sin comer. Salí de casa a las 9 am y son las 8 pm, estoy exhausta. Me atraganto de chimichurri con cuadritos de pan. Lo que sigue es complicado de narrar, algo de un filósofo español y la presentación de su libro, gorrear un par de copas de vino y sacar el abanico para que mi propio sudor me refresque, hablar con una de las editoras de El Billar de Lucrecia y festejarle su lema: “Leer es sexy”. Luego tomar un camión que después de 4 horas me dejará en el destino de los próximos días: Victoria.
No sé si es la película lacrimosa del autobús, los recuerdos, o el vino, pero me pongo triste y pienso en lo hija de la chingada que puedo ser a veces. Juego al arrepentimiento pero no me sale. Ya he dicho antes que soy una mosca muy viva y latosa como para hacerme la muerta. Trato de dormir pero tampoco. Mi compañero de asiento es mucho menos interesante que el anterior, a mis espaldas un hombre trata de conquistar a una morrita que no sabe como callarlo. Me agarro del bolso de la Ash y lloro. Por ridícula y porque tengo sueño y porque estoy en un camión rodeada de extraños y porque me quito mi collar de lapis y porque mi vecino va jugando con su sombrero en la rodilla, y porque no veo la hora de llegar a una cama.
Vigilo el tiempo en el teléfono cuando veo un montón de luces a lo lejos. Pero si me habían dicho que Victoria era un rancho. Ha de quedar pasando esa ciudad de seguro, además apenas van tres horas y media y se supone que son cuatro de camino. ¿Por qué andas llorando en público? Que ridícula, quién sabe qué pensaría de ti el del sombrero. ¿Qué me importa? lloro donde quiero y con quien quiero, además esta gente nunca en su vida me va a volver a ver, seguro nomás van a llegar a su casa a dormir, quizá alguno recuerde algo, pensarán que se me murió alguien o yo qué sé. Además con la oscuridad del bus es poco probable que alguien se haya dado cuenta, estás loca. El conductor interrumpe la alegata que tenemos todas, anuncia que el viaje está por terminar, por fin Victoria.
Recibo una llamada, la poco familiar voz del Toño me dice que llega por mí en unos minutos, oigo en el fondo el grito y la risa de una mujer que celebra algún chiste que él me dice y que ahora no recuerdo. Cuelgo. Salgo de la terminal con mi maleta, abrazando los tubos de fotos. Se acerca una miniván negra con dos caras sonrientes. Estoy a punto de ser atropellada por un taxi al cruzar el estacionamiento, Toño baja de su carro, es más alto de lo que creía y mayor, ya había olvidado su edad, seguramente él se lleva una impresión similar al verme. No hay abrazo, sólo el beso en el cachete que se le da a los amigos de siempre. Me presenta a Janet, una fotógrafa tatuada de caderas frondosas que tiene el piso de la minivan poblado de botellas de cerveza vacías, son las 2 am, llevo quince horas de viaje (restando las dos horas de diferencia), necesito dormir.
En casa de Toño nos recibe su perro el Bart, al abrir la puerta alcanzo a percibir un cuerpo sobre el sofá, no saludo ni digo nada, no son horas. Me voy a un cuarto al fondo, Toño enciende el aire acondicionado, me indica donde está el baño y desaparece. Observo la habitación en la que voy a dormir: almohadas chaparritas, una cortina gruesa en la ventana, me rodean las cosas personales de una mujer. Por la mañana descubriré que el cuerpo que vi en el sofá era la madre de Toño que en un gesto de hospitalidad me cedió su cama. Hay cosas que nunca sabré cómo agradecer.
La sede del Taladro Fest es el museo Tamux, en un cerro, rodeado de albercas y canchas de fut, hay un cine planetario y un audiorama. El día es cálido, azul, con nubes nítidas sobre la ciudad-cazuela. Arbolitos, mucho verdor, tanto que en algún momento se menciona la palabra dengue. Morgan, Janet y Una somos los incipientes curadores de la exposición de foto. Muertos de hambre (literalmente) nos llevamos la chinga de medir paredes y nivelar fotos. Empieza el fest con una plática a la que le dicen conferencia en la cual presento los proyectos de la Clicka y La Línea, luego al concierto.
Al llegar al audiorama o concha acústica, como la llaman allá, se escuchan los cascos de los caballos. La policía montada rodea el espacio del concierto, hay guardias vestidos de rojo. Es cómico, la gente bien tranquila, sentada, escuchando y los policías con sombrero, pistola, macana (y seguramente látigo), aburridísimos montados en sus caballos.
Dos días de música: Veneno para Las Hadas, Re-ja, Voz Fugaz, Espora, Electrica Miami, Los nasty Loren, David es Azul, Little Claw, Times New Viking, Faca y no sé cuantos más. Dos días de robarle los cigarros a Betopop, de contrabandear cerveza. Dos noches de after party en La Buena Vida; un restaurante en una casa vieja con jardín al centro. Terminar la noche acostados todos sobre el tapete, rodeados de botellas vacías de cerveza Indio, viendo el cielo debajo del árbol hasta que el amanecer hace las hojas transparentes.

En algún momento, sin darnos cuenta, Janet y yo formamos un equipo de apoyo, nos hacemos llamar las Dream Team: vamos por zapatos cuando a alguien se le rompen, recogemos bandas en la terminal, llevamos gente al hotel, vamos de aquí para allá en un nada glamoroso y muy divertido servicio de Go for. En alguno de los viajes Janet tiene la estupenda idea de pasar por un drivethru de cerveza, que es una especie de garage rodeado de bloques de hielo. Hace tanto calor que entregan el sixpack en hielo: la felicidad congelada en una bolsa de plástico.
Vamos por Faca al hotel. Facundo descansa, Valeria revisa que no se le olvide nada. Janet sugiere fotos, pide saltos en la cama. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete saltos, más arriba, hasta el techo, hasta que truene la cama y, señoras y señores: la cama truena. Empieza el viaje al Museo, no sé si el calor es húmedo o seco, pero le agarro cariño a estar dentro de un carro con aire acondicionado. Bien sabe usted que me jacto de mi desconocimiento musical, sin embargo me da curiosidad ver el show de Faca. Toño me ha dicho que los requerimientos especiales para su presentación fueron confeti, globos y espuma en aerosol, algo bueno debe salir de eso.
Valeria en su vestido multicolor (que según sus propias palabras es estilo Lila Downs, aclara que el de Paquita la del Barrio lo usó la noche anterior en el concierto de Monterrey), se arrodilla en el escenario ordenando sus props: lentes gigantescos, un antifaz, equipo de fiesta. Nada de pose, es una profesional preparándose. Empieza la música feliz de Facundo. Valeria canta sin aliento, en el aire globos, espuma, confeti, estoy embobada con la sonrisa idiota y feliz (como si hubiera una diferencia), quiero que todos los vean y los escuchen, mis alters quieren llamar por teléfono a todo mundo.
Valeria trae un desmadre, es como una mezcla de Gloria Trevi, Paquita la del Barrio, Cindy Lauper y Gwen Stefani (Perdone usted lo chafa de las referencias pero yo soy muy mainstream). Facu es maravilloso: se deja cubrir de espuma, corre, le pica a la compu, levanta la guitarra y no pierde ni un acorde. Lo que más me gusta de una tocada es ver a los músicos disfrutar de lo que hacen, es el caso con Faca.
Estamos agotados y eufóricos, Valeria nos dice: ¡Heeeey, aplaaaaaaaaudan!. Alguien grita desde el fondo: ¡faltan quince para las doce!, Janet y yo nos miramos alarmadas, Faca debe estar en el autobús a la hora de cenicienta, y nosotras debemos llevarlos, corremos detrás del escenario donde hay fiesta de groupies, autógrafos y fotos. No sabemos la hora pero cada vez falta menos para las doce, hay que correr. Al subir al carro faltan ocho minutos que rápidamente se convierten en siete, Janet al volante transformada en un cafre, se pasa altos y semáforos en medio de un vértigo que produce risas incontrolables, en los vados gritos, en los topes ¡agárrense! ¡Faltan seis minutos, no van a llegar! ¡Ya quédense! Grita Laura ¡Se pone bueno el after! Dice Beto ¡mañana se van! Decimos todos. Llegamos a la estación tres minutos antes de que salga el autobús. Janet no sabe si meter parking o seguir corriendo. Nos quedamos tranquilos como mamá alcoholica que acaba de dejar a sus hijos en el camión de la escuela.
Es muy distinto el regreso, Janet vuelve a su personalidad risueña y tranquila. Ya no hay gritos, todos estamos cansados. Sigue disfrutar de la música de Little Claw y Times New Viking. Descanso la cabeza en las caderas de Janet que juega con mi pelo. Laura me pregunta como estoy, a ella le gusta hablar y lo hace muy bien. Yo escucho, creo que soy buena para eso. Tras una larga pausa, sintiéndome plácida como gata bajo los dedos de Janet, le digo a Laura:
--Estoy
muy
bien.