domingo, 24 de agosto de 2014

La catástrofe nos pasó por encima, nos revolcó, nos empezó a matar rápidamente, nos dejó callados, en shock, nos llevó a desconfiar de todos, a no dejar pistas, a no hacer preguntas, a ser humildes.

La catástrofe. Siempre la esperé de otra manera.

Quedó la miseria, el hambre, los ojos y los corazones desorbitados por el cristal, la tristeza, el montón de fotos familiares agujeradas a balazos. Hacemos el recuento para ver quienes son los que faltan mientras oramos, pedimos, rogamos a lo que sea con tal de que ya no nos falte nadie más.

La última noche que pasé en mi casa, en mi país, en mi barrio, mi cama apenas era un colchón en el suelo. Todos los muebles estaban en una bodega de San Diego listos para la mudanza. Mi hija y yo estabamos solas y nos costaba dormir, estabamos cansadas de la mudanza y ansiosas por iniciar el viaje. En un pestañeo vi los códigos de la policía en la pared. Nos quedamos quietas. No hacía falta asomarse a la calle: azul y rojo es patrulla; rojo, ambulancia o bombera. Las luces se movían sobre la  pared en ráfagas intermitentes, era la señal de que la patrulla estaba frente a nuestra casa. Me asomé a ver qué pasaba, Ninis se angustió, me pedía que no asomara la cabeza por la ventana, que me quedara en el suelo con ella. Y nada: afuera había tres patrullas con las luces encendidas, tenían las sirenas en mute. Me dio miedo.

Casi pegadas al piso nos fuimos a la sala,  porque es la parte de la casa que queda más lejos de la calle. Nos envolvimos en un edredón a esperar que los códigos desaparecieran de la pared. Me dio mucha rabia que mi última noche ahí fuera así. Me sentí en la guerra, en espera de que una descarga agujerara las paredes de la recámara.

Estuvimos así una media hora, hasta que las patrullas se fueron. No supimos qué pasó. Si era un retén, si buscaban a alguien, si sólo se detuvieron para conversar.  Como ya dije, algo que aprendimos muy bien fue a no hacer preguntas.

La mañana siguiente salí de ahí sin nostalgia ni remordimiento alguno.