Tenía quince años y nunca había salido de mi pueblo sola. Ni siquiera podía orientarme en Tijuana. Ese día me paré en la escalera a pedirle permiso a mi papá para ir a Los Angeles, me dejó media hora ahí de pie sin darme una respuesta, mentí al decirle que me esperaban, que iba a un concierto para el que ya tenía boletos. Después de un largo silencio me dio el permiso. Mi mamá me llevó a la estación de autobuses en San Ysidro, me cruzó la frontera y esperó en la pequeña terminal apestosa a que saliera el Greyhound en el que su hija mayor se largaba sola por primera vez. Años después me diría: Ese día creí que nunca te iba a volver a ver. También ese día fue la primera vez que me dijo: Me das miedo.
Yo no sabía la dirección de la casa de mi tía, ni siquiera tenía su telefono. Cargaba con unos cuarenta dólares encima, algunas coras para llamarla, porque me imaginaba que al llegar a la estación de autobuses tomaría un directorio telefónico, de esos que colgaban de un alambre en las casetas, y que encontraría el número sin dificultad al lado del nombre de mi tia Chela. Imaginaba que les llamaría y ellos irían a buscarme a la estación, que me verían como la señorita valentía e independencia. Mira la Lore, salió solita de Rosarito y nos cayó de sorpresa, que atrevida ¿verdad?
Lo primero que recuerdo al llegar por primera vez a Los Angeles fueron los edificios en el horizonte, después las putas bajo la sombra de esos mismos edificios al caer la tarde, luego salir del autobus confundida y norteada, a una estación que tenía unas sillas con televisión integrada, misma que se activaba con monedas. En cada una de esas sillas mugrosas y grafiteadas había un homeless hediondo escupiendo al hablar con el aire.
Mi plan de rescate falló, por supuesto. El nombre de la tía no estaba listado en el directorio, las coras se me acabaron y no le entendía nada a la operadora, los olores de la terminal se me pegaban en los shorts blancos que se me ocurrió ponerme ese día. Sólo tenía un dato preciso: los tíos y primos vivían en la calle Valencia, que hacía esquina con un mercadito Jons (Este dato podría ser irrelevante para alguien a cuya cultura le interesan los nombres de las calles, pero en mi pueblo la precisión de las direcciones es tajante: dale vuelta a la derecha dos cuadras antes de llegar al oxxo, es en una puerta amarilla, a un lado de donde está el perro que ladra mucho. Este paréntesis podria alargarse dos páginas y causar algo de risa en el lector si contara la cantidad de veces que han fallado operativos policiacos gracias a oficiales que llegan preguntando por el nombre de la colonia y ponen cara de aturdidos cuando se les dice que es por el Oxxo que está frente al McDonald's... en fin es chiste regional, perdone usted).
Levaba una mochila y el pelo suelto, largo y rizadito, un hombre se me acercó para preguntarme si quería un taxi, le dije que sí, que iba a la calle Valencia, que de a como iba a ser, me respondió que me cobraría $5 dlls, me gustó la idea por barata, pero al salir de la estación me abrió la puerta de un carro sin señal de taxi, pensé lo que sigo pensando ahora: estoy loca, pero no idiota. El tipo me llevaba del brazo pero me zafé asustadísima y entré de nuevo en la terminal. Volví a los teléfonos, ya en estado de angustia porque se hacía tarde y mis opciones eran salir de ahí o ir a pelear con algún homeless por una silla con tele y quedarme hasta que se me acabaran los cuarenta dólares echando moneditas en la ranura cada que se apagara la pantalla. Finalmente la señorita valentías hizo su aparición (así es, los alters existen desde hace mucho tiempo), salí de la estación y me pare frente a un taxi que parecía de sitio:
--Cuanto me cobra por llevarme a la Valencia?
--Cinco.
--Vámonos.
Era un señor mayor, canoso, con acento de mexicano que ya ha vivido demasiados años en Estados Unidos, de esos a los que se les hace como un aire, un silbido debajo de las palabras, y que casi resbalan las erres pero mezclan el ansina con la troka, y el haiga con la breka. Todo el camino a la casa de mis tíos el hombre me fue regañando: ¿cómo andas tu sóla? ¿no te da miedo? ¿de dónde vienes? Si yo fuera tu papá no te dejaría salir. Esta ciudad es muy peligrosa.
Al dar vuelta en el Jons reconocí la calle, el hombre me preguntaba el número, pero yo no sabía ni eso, mi única esperanza era reconocer el edificio y sí, sin ningún problema. El taxista me cobró siete dólares al final, no explicó por qué, pero supongo que la regañiza que me puso en el trayecto valía dos dólares.