domingo, 11 de junio de 2017

 A veces extraño un poco a la vendedora de habanos que fui, a la profe, a la malabarista. También extraño mis plantas que a pesar de haber crecido en tierra de escombro, entre yeso y jeringas, agarraron fuerza y crecían a lo loco.

No extraño las fiestas de los vecinos, pero sí el ruido de la llantera y  el tronido de los pasos de caballos en el pavimento. Tampoco extraño mi casa, ni el caracol más peligroso del noroeste.

Debe saber usted que mientras escribí por aquí, pasaron cosas horribles de las que no pude decir nada. La vida bajó de precio. Violencia siempre hubo, pero era algo mucho más íntimo: pasiones, navajazos, puños, a veces aparecía un bat, pero siempre por cuestiones de cuerpo, mirada, lengua y oído. Todo eso se acabó o se hizo invisible. El cristal lo jodió todo en una década. Yo recuerdo cuando apareció a inicios de los '90 al mismo tiempo que empezaron a brotar las cadenas de fastfood y los Oxxos. Luego vino la heroína y de ahí los centros de rehabilitación. Le siguió la guerra. Ahí se acabó el pueblo, se acabó todo y nadie se dio cuenta.